Parker, plimplando catando.
Parker, plimplando catando.
A orillas del Mediterráneo llevamos bebiendo vino desde antes de que los países tuvieran nombre. Hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, laicos y prelados, han mojado su gaznate con el zumo de uva fermentado durante milenios: vino tinto y vino blanco, espumoso, peleón o de calidad. El vino es un componente más de nuestro torrente sanguíneo, como los hematíes y las plaquetas.
En Estados Unidos no ha sido así. La costumbre de beber vino en las comidas no empieza hasta los años 60. En aquella década los publicitarios de Madison Avenue consiguieron convencer al público de que aquel líquido granate era más cool que la cerveza o la Coca-cola (la campaña de persuasión masiva está magistralmente narrada en el libro “Los creadores de imagen”).
cool
Pero, al contrario que las bebidas arriba citadas, comprar vino es una tarea complicada: no existe una marca sino miles y la horquilla de calidades y precios es inmensa, inasumible para el consumidor lego. Cualquiera que haya comprado vino en una tienda especializada o en un supermercado sabe de qué hablo: sopesar botellas, leer etiquetas, intentando descifrar qué uva, cosecha o barrica son las más adecuadas, decidirse por una botella e irse con la sensación de que te han timado.
Menos mal que de la soleada (y vitivinícola) California surgió Robert Parker. Parker es un amante de los vinos pero creía que muchos vinos franceses son demasiado complejos e inaccesibles para el paladar americano, así que empezó a puntuarlos en su revista Wine Advocate. La puntuación va desde el 50 (donde estaría Elegido) hasta los 100 que alcanza el Cuvée da Capo de 2003.
La idea de la puntuación es perfecta. Ya no hace falta recordar nombres complicados en francés o italiano ni términos escurridizos como “tempranillo”, “syrah” o “reserva”, sino que basta con acudir a la tienda de marras y pedir un Parker 78 o un Parker 95, en función de nuestras posibilidades económicas. El problema es que el éxito del ranking ha superado todas las expectativas, lo que ha provocado que muchos vinos se “parkericen”, es decir, se adapten al paladar de Parker. Porque gustar a Parker supone multiplicar las ventas por un pico.
El efecto colateral de esta “parkerización” es que la mayoría de los vinos acaban pareciéndose, y no sólo los californianos, sino los australianos, chilenos, sudafricanos y, por supuesto, los europeos. El agudo observador que es Alejandro Baricco (más conocido por libros como “Seda”) lanzó una dura diatriba contra Parker, los bárbaros y lo que el llama “el vino hollywoodiense” en su ensayo “Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación”. Según Baricco, Trucos y guías de videojuegos
Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación
“El vino hollywoodiense es simple y espectacular. Algunos críticos lo liquidan con una palabra horrible pero eficaz: resultón. Casi siempre se destaca que se trata de un vino culpablemente fácil (…) Lo que disgusta de este vino es el hecho de que busque el camino más corto y más rápido para el placer, incluso a costa de perder por el camino elementos importantes del gesto del beber”.
Baricco es un elitista, claro. Su desdén hacia los bárbaros (antes bebíamos vino quienes lo merecíamos, ahora cualquier tuercebotas venido a más) es más una pose que un auténtico rechazo. En el fondo, él mismo es un bárbaro.
El otro efecto colateral de la “parkerización” de los vinos ha sido la inflación. Porque puede que el vino no sea un bien embargable, pero sí una inversión rentable. ¿Y dónde invierten los fondos de inversión vitivinícolas? En los vinos a los que Parker otorga su puntuación más alta, según analizó Slate en un artículo fechado en 2007 (y que seguramente haya perdido su vigencia). Total, que el amante de los vinos que es Parker ha conseguido que su sabor se estandarice y su precio se multiplique. Menos mal que amaba el vino, que si lo llega a odiar…
El libro de Baricco y el concepto “vino Parker” me los descubrió el inefable Pepe Cervera.
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2025-01-04

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