Imagen del Flickr de Antonio Martínez.
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La vida es una enfermedad de transmisión sexual que inevitablemente concluye en muerte. Por tanto, vivir mata. Esta verdad de Perogrullo resulta difícilmente asumible para ese entre abstracto que son “los poderes públicos”, esa Hidra de mil despachos.
En su intento por minimizar los riesgos de los súbditos (nosotros), el Estado adopta una nueva forma: el despotismo paternalista. Fumar mata porque fumar, para algunos, es un subconjunto del conjunto “vivir” que, como vimos antes, mata. Respirar también mata, en tanto el oxígeno hace lo que mejor sabe hacer con las células del cuerpo: oxidarlas.
Respirar es obligatorio y fumar optativo. Los fumadores que se iniciaron en el vicio durante el siglo XXI (como ese buen amigo mío que ha empezado a fumar a los 42, cabeza de chorlito) no pueden decir que no estuvieran avisados: nos han repetido hasta el hastío en las cajetillas, en los anuncios y en Saber Vivir lo malo que es el vicio: si fumas se te ponen los dientes amarillos y los pulmones y el alma negros. Peor aún: no se te levanta.
Para el Estado, el fumador que se quita veinte años de vida por culpa de su vicio está infringiendo un pacto tácito esencial, un mandato casi: nadie debe morirse antes de lo que marque su esperanza de vida (84 años para las mujeres, 79 para los hombres, en España).
Volar mata, aplicando la máxima expuesta anteriormente. Mata poquísimo, por cierto: es digno de asombro que cada año 2.500 millones de personas lleguen a sus destinos sobrevolando los aires y sólo una efímera minoría (829 el año pasado) fallezcan en el intento. De ellos, una minoría (apenas 4.000 en toda la historia) mueren en atentados terroristas, 4.000 tragedias personales sí, aunque en el cómputo total el dato resulte estadísticamente irrelevante.
En 2006 un grupo de desalmados terroristas planearon una matanza, accionando una serie de explosivos en nueve vuelos entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Los atentados nunca se llevaron a cabo, gracias a la celeridad de los servicios de inteligencia, pero la paranoia generada sirvió para alimentar el paternalismo de la Hidra: nadie –y digo nadie- morirá por el estallido de una bomba líquida en un avión.
Para impedirlo, los súbditos que viajen adquieren automáticamente el estatus de terroristas in pectore y sus inocentes botellas de Font Vella (inocentes en este contexto, ojo) en potenciales cócteles de TNT. Y como tal son tratados, los viajeros y sus botellas.
in pectore
Podría seguir con los ejemplos: la sal, el coche, los accidentes domésticos, los insospechados peligros del brócoli…pero no quiero aburrirles, que los ejemplos son abundantes y cercanos. Korean Beauty
Dirán Vds. y dirán bien que mejor un Estado paternalista que uno represivo o directamente criminal, como cualquiera de los que se están desmoronando en estos momentos al otro lado del Mediterráneo. Definitivamente, sí, pero no debemos bajar la guardia: tras la careta buenista y paternalista se esconde en ocasiones un totalitarismo de baja intensidad y amplio espectro: la dictablandísima del “es por su bien”.
Publicado inicialmente el 22 de febrero en Cooking Ideas.
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