Puede ser que al rozar la treintena, llegues a casa agotada del trabajo, calientes en el microondas lo primero que pilles del frigorífico, ordenes la casa mientras esperas a que el horno acabe su trabajo y, ya con el plato sobre las rodillas, te plantes enfrente a la tele para pasar las últimas horas del día… ¡Viendo los mismos programas que ahora ve tu madre!
No puede ser y, sin embargo, lo es. Los humanos somos seres muy predecibles y repetimos conductas que hemos aprendido con la experiencia. Durante nuestra primera socialización de niños, en casa, en nuestro minúsculo universo, todo lo que hacen nuestros padres y madres queda impreso en nuestro cerebro con tinta imborrable.
Una vez en el cole, instituto y a medida que vamos creciendo, los tótems inamovibles que eran nuestras figuras paternas ya no lo son tanto. Nos alejamos de ellos y ponemos en duda sus lecciones, pero al encontrarnos con dicotomías que ellos resolvieron antes, repetimos sus conductas y razonamientos.
La psicología llama a esto patrones de conducta heredados. “Heredamos creencias y actitudes de nuestras madres porque pasamos nuestra niñez viéndolas comportarse en casa. Haciendo cosas y sobre todo viéndolas cómo se sienten sobre ellas mismas explica, la psicóloga Rosjke Hasseldine en una entrevista.
La neurociencia respalda además viejas creencias. Si nuestro cerebro actúa como un superordenador, nuestros padres lo hacen como la configuración que viene de fábrica. Cuando las cosas vienen mal dadas en la vida adulta, tendemos a repetir conductas que vimos en nuestras casas cuando éramos niños.
En otras palabras: aunque abjuremos de ellos, somos en gran medida nuestros padres.
Desde las primeras investigaciones sobre el comportamiento humano, la forja del carácter de los niños ha sido uno de los ámbitos de estudio más tratados. Sin embargo, y por suerte, nuestro destino no está escrito. Durante el siglo XX la ciencia avanzó bastante como para refutar a Freud y ahondar en otros campos como la psicología social o la psicología del lenguaje, y dar más importancia al grupo en el que nos socializamos que a las “relaciones incestuosas con nuestros progenitores” que tan de moda puso el famoso padre del psicoanálisis.
El autor de ‘Developing Mind’, Dan Siegel explica que para acabar con un problema “como una adicción a las galletas de mantequilla o lo que sea, debemos aceptar que nuestra conducta tiene unas raíces y que debemos cortar con ellas para no acabar repitiendo lo mismo una y otra vez”.
La clave para entender esas conductas que repetimos de nuestros padres es saber que “tu madre es una persona y tú otra bien distinta, y por qué cada una se hizo cómo es”, explica Hasseldine. Esto es: debemos entender que el mundo en el que se criaron nuestros abuelos no es el mismo en el que lo hicieron nuestros padres ni en el que crecimos nosotros.
En el caso particular de la mujer, ciertos estereotipos de género que la sociedad ha cultivado durante siglos y que ahora reconocemos fácilmente como machistas pueden suponer una barrera que franquear para poner límites en nuestras futuras relaciones laborales o de pareja. Esas broncas durante la adolescencia que acababan con un “¡es que no me entiendes mamá!”, eran verdad. Posiblemente tu madre no te entendía, pero muy posiblemente porque a ella nadie le entendió tampoco cuando crecía.
Es un patrón heredado y lo más seguro es que las hijas reaccionen contra las madres rompiendo el vínculo que crearon en la infancia, viciando la relación. Con el tiempo esos sentimientos adolescentes desaparecen mientras que emergen las conductas que parece que estamos obligados a repetir en casa, en el trabajo o con nuestras parejas.
La solución: trabajar la comunicación madre-hija, identificar los hitos vitales tanto positivos como negativos y hablar de ellos, de las necesidades y preocupaciones de tus padres mientras te criaban – no es fácil sacar una familia adelante con todo en contra – porque, muy posiblemente, también se repitan en nuestra vida adulta.
Con información de VICE y The Huffington Post.
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2025-01-08
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